¿Qué es el pecado original?

Que es el pecado original

Pecado Original: Su Impacto en la Humanidad

¿Qué es el pecado original? se refiere al estado de pecado inherente en todos los seres humanos como resultado de la desobediencia de Adán y Eva en el Jardín del Edén. Esta desobediencia consistió en comer del fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal, algo que Dios les había prohibido explícitamente

Adán y Eva fueron los primeros seres humanos en pecar. Al comer del “árbol del conocimiento del bien y del mal”, desobedecieron a Dios, cometiendo lo que se conoce como “el pecado original” (Génesis 2:16, 17; 3:6; Romanos 5:19). Dios les había prohibido a Adán y Eva comer de ese árbol, que simbolizaba Su autoridad y derecho a determinar lo que es correcto e incorrecto. Al comer del árbol, Adán y Eva rechazaron la autoridad divina y optaron por decidir por sí mismos lo que estaba bien y lo que estaba mal.

Se define como “el pecado y la culpabilidad que todos poseemos ante Dios como resultado directo del pecado de Adán en el Jardín del Edén”. La doctrina del pecado original se centra en sus efectos sobre nuestra naturaleza y nuestra relación con Dios, incluso antes de tener la capacidad de cometer pecados de manera consciente.

Existen tres corrientes principales que abordan estos efectos:

Pelagianismo:

Esta perspectiva sostiene que el pecado de Adán no tuvo ningún efecto en las almas de sus descendientes, excepto por su ejemplo pecaminoso, que influyó en ellos para pecar también. Según esta visión, el hombre puede dejar de pecar si así lo decide. Esta enseñanza contradice varios pasajes que indican que el hombre está inevitablemente esclavizado por sus pecados sin la intervención de Dios, y que sus buenas obras son “muertas” o sin valor para merecer el favor divino (Efesios 2:1-2; Mateo 15:18-19; Romanos 7:23; Hebreos 6:1; 9:14).

Arminianismo:

Los arminianos creen que el pecado de Adán resultó en que la humanidad heredara una inclinación al pecado, conocida como la “naturaleza de pecado”. Esta naturaleza pecaminosa nos hace pecar de forma natural, como un gato maúlla por naturaleza. Según esta perspectiva, el hombre no puede dejar de pecar por sí solo, por lo que Dios otorga una gracia universal, llamada gracia preveniente, que les permite dejar de pecar. En el arminianismo, no somos responsables por el pecado de Adán, sino solo por los nuestros. Esta enseñanza contradice el hecho de que todos sufren el castigo del pecado (la muerte), aunque no hayan pecado de manera similar a Adán (1 Corintios 15:22; Romanos 5:12-18). Además, la gracia preveniente no se encuentra explícitamente en las Escrituras.

Calvinismo:

La doctrina calvinista afirma que el pecado de Adán nos ha dado una naturaleza pecaminosa y nos ha hecho culpables ante Dios, merecedores de castigo. Nacemos con el pecado original (Salmo 51:5), lo que resulta en una naturaleza tan perversa que Jeremías 17:9 describe el corazón humano como “engañoso y perverso”. No solo Adán fue declarado culpable por pecar, sino que su culpa y castigo (muerte) también nos alcanzan a todos (Romanos 5:12,19). Hay dos opiniones sobre por qué la culpa de Adán nos corresponde: una dice que la humanidad estaba en Adán como semilla y pecó con él, similar a la enseñanza bíblica de que Leví pagó diezmos a Melquisedec en Abraham (Génesis 14:20; Hebreos 7:4-9), aunque Leví nació siglos después. La otra sostiene que Adán actuó como nuestro representante y, al pecar, nos hizo culpables a todos.

¿Cómo nos perjudica a nosotros “el pecado original”?

Todos los descendientes de Adán y Eva heredaron el pecado, similar a cómo un hijo hereda un defecto genético de sus padres (Romanos 5:12). Por esta razón, todos nacemos “en pecado”, lo que significa que desde nuestro nacimiento somos imperfectos y tenemos una inclinación natural hacia el mal (Salmo 51:5; Efesios 2:3).

Debido a que los seres humanos hemos heredado el pecado, o la imperfección, sufrimos enfermedades, envejecemos y morimos (Romanos 6:23). Sufrimos las consecuencias de nuestros propios errores y de los errores de los demás (Eclesiastés 8:9; Santiago 3:2).

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